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Aunque las cosas nunca salgan como uno las planea…

Publicado: 2011-11-30

Luis Naldos*

Era nuestro primer embarazo. Fuimos religiosamente a todos los controles y se nos salían las lágrimas de felicidad en cada ecografía, comprobando que Silvana –ya tenía nombre antes de concebirla– estaba perfecta. Buscamos el mejor curso prenatal y descubrimos emocionados las reacciones de nuestra bebita en la panza ante nuestras voces, las palmaditas y la música. Tania comía super sano, tomaba todas sus vitaminas y suplementos junto con el tazón de avena-leche-cañihua-kiwicha-miel de abejas que le preparaba todos los días. Además, ella hacía ejercicio y se encontraba en excelente forma física. Todo andaba de maravilla.

Conocimos a Angela, nuestra doctora, quien nos abrió las puertas a una visión del embarazo y el parto como una experiencia plena de amor, de energía y que debía transcurrir de la manera más natural, más íntima y más respetuosa posible. Entonces decidimos que Silvana nacería en el agua, en nuestra casa.

Ese 29 de setiembre, muy temprano por la mañana, Tania inició su tan esperado trabajo de parto. Ya nos habíamos “pasado de la cuenta” algunos días, pero ya sabíamos que eso no era problema y no había por qué preocuparse. Me dijo que vaya normal a trabajar y que cualquier cosa, me avisaba a la oficina. En efecto, esa tarde tuve que abandonar corriendo una reunión para ir a casa. Silvana ya estaba en camino.

Todo estaba previsto. Armamos la tina portátil de Angela en la habitación especialmente preparada, fuimos ordenando y colocando todo lo que se necesitaba para el momento cumbre, incluso la cámara de video, las luces indirectas, etc., etc.. Mientras tanto, Tania disfrutaba de cada contracción estirándose sobre una inmensa pelota que había traído Bárbara, la doula que acompañaba a nuestra doctora. Y digo disfrutaba, porque su sonrisa y sus ojos reflejaban una felicidad desbordante, mágica, algo que yo nunca había visto en una embarazada a punto de dar a luz (y no es que hubiera visto muchas, pero por lo menos en las películas no es así, ¿no?).

Las horas fueron avanzando y permanecíamos atentos al lento proceso de dilatación. Las contracciones eran seguidas y nuestra doctora guiaba a Tania con calma y con respeto durante esas horas que empezaron a hacerse interminables en la madrugada. Algo estaba pasando, el trabajo de parto no avanzaba y los intentos por ayudar a que éste progresara no tenían resultado.

Claro, la eventualidad de una complicación siempre era “en teoría” posible, pero, para nosotros, eso era impensable. Todo estaba bien, todo estaba perfecto, todo estaba planeado. De todos modos, habíamos previsto, por si acaso y como condición firmemente exigida por Angela, la atención en una clínica cercana a casa (el plan “B” que, por supuesto, no sería necesario).

Me empecé a preocupar. Sobre todo, cuando la sonrisa de Tania se fue transformando en gesto de dolor con el paso de las horas y me di cuenta que Angela se iba poniendo seria.

Ya faltaba poco para el amanecer, el agua de la tina ya estaba fría y el trabajo de parto definitivamente se había detenido. Por alguna razón desconocida, Silvana no podía salir. Ambas estaban sufriendo más de la cuenta. Y tuvimos que ir a toda prisa a la clínica.

Lo primero fue intentar la inducción del parto, pero no fue posible. No había otra alternativa que la cesárea, una cesárea de emergencia. Y a cada minuto que demoraba en llegar el doctor encargado de la operación, aumentaba mi angustia y la adrenalina a mil por hora.

Yo permanecía al lado de Tania, tomándola de la mano, acariciándola y acompañándola en ese trance por el que nunca pensamos que íbamos a pasar. Ahora, ella estaba sobre una mesa de operaciones.

Luego de un tiempo que no puedo calcular, de pronto, entre los cobertores verdes, alzada por el médico, apareció Silvana. Su cuerpo estaba cubierto de una grasita blanca, su cara estaba hinchadita y sus abundantes rulos negros estaban mojados.

Me dijeron que Silvana estaba muy bien y procedí, como corresponde, a contarle los dedos de las manos y de los pies, mientras la limpiaban y la pesaban. Ella lloraba, incómoda, entre esas manos extrañas. Poco después, la llevaron con Tania. Ella le dijo suavemente: “Hola bebé, soy mamá” y Silvana dejó de llorar en el acto. Era la voz que estaba acostumbrada a escuchar. La voz de mamá. Y los tres nos calmamos.

Lo recuerdo como si fuera ayer y así permanecerá en mi memoria hasta el último día de mi existencia. El instante en que me convertí en padre. Y fue uno de los momentos más importantes y más felices de mi vida. Aunque las cosas nunca salgan como uno las planea…

* Papacito invitado

Padre de Silvana y Gabriel, dos chicos felices, sanos y amorosos. Gracias a mi esposa, firme defensor del parto humanizado y la lactancia materna.


Escrito por

mamacitas

Cuando uno es mamá o papá aprende a reconocer que no puede sola/o y que necesita el apoyo de muchas personas. Por eso nace MAMACITAS. Para que compartas lo que hiciste para resolver los mil y un retos de la maternidad. Para que cuentes eso que nadie cuenta.


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