Soy médico, tengo un PhD, y en mi casa es culturalmente aceptable optar por el ritual de “pasar el huevo”
J. Jaime Miranda*
Aquel que me diga que no ha considerado “pasar el huevo” a su hijo o hija que arroje la primera piedra. Aquel que me diga que no ha pasado por situaciones de llanto inconsolable en el bebé, llanto de horas de duración, donde toda la familia no puede conciliar el sueño, nuevamente que arroje la primera piedra.
Peor aún, algunas de estas situaciones de malestar en las criaturas, no se por qué, se inician ni bien entrada la noche y continúan hasta la madrugada, en aquellos momentos donde caes destrozado en la cama y diez minutos de sueño son gloriosos. Pero el llanto vuelve a despertar a tu pareja, quien hace lo propio y te despierta a ti—porque entre tú y yo sabemos que si uno de los dos duerme mal, el otro no tiene por qué dormir bien (está bien, llamémosle como queramos, solidaridad paternal o envidia sana, el punto es el mismo, ninguno de los dos dormimos bien en esos momentos). Y, para variar, en esas noches de primerizos no falta un abuelo o una abuela o más de un set de abuelos de visita y que tampoco puede dormir en el cuarto de al lado. ¿Qué se hace?
OK, pasémosle el huevo a la criatura.
Aquí mi reflexión. Les cuento cómo he procesado mi experiencia, combinando la parte dura de ciencia y evidencia, con el pragmatismo de querer dormir siquiera 30 minutos de corrido a las 3 am. Y les brindo mi explicación, sin ánimos de menospreciar ni insultar a la tradición. Mi abuela y mi madre me han pasado el huevo, y las sigo queriendo muchísimo. Ahora las busco para que lo sigan haciendo.
No soy un experto antropólogo y no conozco en detalle el arte de pasar el huevo o el cuy. El ritual involucra que una persona asume el liderazgo, reza mientras tiene al niño al frente, todos nos tranquilizamos (pista!), se revienta el huevo en un vaso con agua, y se interpretan las formas. Entiendo que con el cuy la interpretación es más compleja, pero desde ya confieso mi ignorancia con las formas de una clara y yema flotando en un vaso con agua.
Recuerdo claramente estos momentos como de los más angustiantes intentando querer hacer algo por tu hijo, algo que funcione. Sobretodo por la combinación exponencial cuan inefectivas son tus cargadas, paseadas, palmadas, poner al hijo en las piernas, en la cuna, volverlo a cargar, pasarlo a los brazos de mamá, de papá, de abuela, en la habitación, en la sala, con música y sin música, con luz baja y luces encendidas, dímelo tú. Y, mientras pasan los minutos, frustrado por el creciente cansancio y desesperación, por la incapacidad de no poder resolver el llanto, por querer descifrar el llanto de tu pequeño—que aunque no hable—es evidente que está tratando de comunicar algo. Aquella mamá que no ha mirado a su bebé y le ha preguntado con impotencia “hijo mío, dime lo que te pasa”, que arroje la primera piedra.
En este momento de angustia y frustración, el huevo es lo máximo y es lo más sensato que la tradición cultural se ha encargado de transmitirnos por tradiciones orales. ¿Por qué? Mi reflexión, nada académica por cierto, es muy sencilla. En esos momentos donde la angustia bordea con la rabia, es el colectivo que decide “vamos a pasar el huevo”. Y en afirmar esta transacción, hay un acuerdo tácito. Vamos todos a calmarnos para poder concentrarnos en rezar (aunque no haga esto último, acompaño en silencio). No se si han participado de momentos similares. A mí me ha pasado con mis dos hijas. Es como si todos hiciéramos un esfuerzo de construcción de paz, de tranquilidad. Para mí, es un efecto placebo alucinante. Nuestro cerebro reúne y reorganiza las neuronas y pensamientos, nos calmamos, dejamos de hacerlo todo al mismo tiempo y, ya más tranquilos, aceptamos los límites de lo que podemos y no podemos hacer.
Siendo la medianoche, destrozado y molido, física y mentalmente, la tradición de pasar el huevo cumple un rol. En situación de angustia colectiva, y de no querer aceptar las fallas en nuestros intentos de hacer algo efectivo (el ego juega su rol también). La irritación escala en todos y todas, incluido el bebé, y no somos capaces de calmarnos y ponernos en pausa. No, sino hasta que milagrosamente llega el huevo. Veinte minutos después, el niño más calmado duerme plácidamente, se bota un chancho inmenso, todo gracias al huevo.
*Papacito invitado. Médico con Maestría y Doctorado en Epidemiología por la London School of Hygiene and Tropical Medicine (LSHTM) del Reino Unido. Además, y sobretodo, es un devoto y obediente esposo y orgulloso papá de dos niñas.